Por: Mtro. Rafael Robles Scott, Coordinador de Licenciatura en Derecho de la UVM Campus Hermosillo
Por donde desee verse, la situación en el estado de Michoacán es una situación enmarañada, tanto para el gobierno como para el panorama de la seguridad en el país. En el primer año de gestión de la actual administración Federal, las políticas estuvieron encaminadas a diseñar el país “que queremos”: reformas que atrajeron gran parte de los reflectores del escenario público dejando un lado el gran tema del sexenio pasado: la seguridad. Sin embargo, era ineludible el hecho de que tarde o temprano el país “que tenemos” alcanzaría (o rebasaría) lo que se está haciendo desde los distintos niveles de gobierno.
Emitir una opinión meramente jurídica de lo que ocurre en Michoacán, con el fenómeno de “las autodefensas”, sería bastante miope. Ciertamente, las condiciones que generaron la grave crisis de seguridad que vive esa entidad, son de un variado espectro que abarcan distintas disciplinas. No es posible omitir las condiciones políticas, económicas, sociales, geográficas o históricas que hacen de esa zona del país un caldo de cultivo para conflictos de la naturaleza de lo que estamos viendo.
El fenómeno de las denominadas “Autodefensas” se refiere a grupos armados al margen de la ley. Así de simple y así de fuerte. Las imágenes de civiles armados con armas de grueso calibre nos remiten a otras latitudes del mundo. Es para cualquier gobierno una pesadilla de ingobernabilidad.
En un país donde gran porcentaje de delitos no se castigan, teóricamente no debería sorprendernos que grupos de personas cuenten con armamento en franca violación a la normatividad respectiva. Delinquir es un juego de apuesta donde el transgresor de la norma juíridica tiene todo para salir airoso; y esto incluye formar guardias civiles o armarse con rifles prohibidos por la legislación secundaria. No deseo hacer un análisis detallado de los delitos que se cometen al formar parte o liderar las “Autodefensas”, pero lo que considero que vale la pena detenerse a analizar, es la postura del gobierno Federal frente estos grupos armados.
El Secretario de Gobernación “exhorta” a las Autodefensas a regresar a sus actividades cotidianas, se escolta con policías a sus líderes para que reciban atención hospitalaria en otra entidad a pesar de que hay todos los indicios de que están cometiendo delitos del Fuero Federal flagrantes, y no se les detiene o consigna ante juez alguno.
En cualquier imagen que usted vea en los medios de comunicación sobre este tema, puede apreciarse un delito que debería ser impedido por la autoridad y, sin embargo, no se hace. Técnicamente eso convierte a las autoridades de seguridad en cómplices de la conducta delictiva. Es fundamental no compartir el discurso de las motivaciones de estos grupos armados para “defenderse”; pero es más importante ver que la autoridad deliberadamente deja de hacer lo que debe. Esta complicidad o tolerancia, como desee llamársele, sólo abona a la escalada de un conflicto que apenas pudiera controlarse en el corto plazo.
Históricamente, nuestra clase gobernante ha querido mantener una aparente armonía entre los intereses políticos y la aplicación de la ley penal. La norma punitiva suele estar supeditada a negociaciones, oportunidades electorales o bien, intereses de grupo. Se ha demostrado un terrible temor a consumir el “capital político” con la simple (y obligada) observancia del estado de Derecho, y ese tal vez sea el vicio mayor que escuetamente trata de dejarse atrás. Es evidente que lo que se está haciendo, sólo alcanza para contener parcialmente en México un problema de seguridad heredado, no para resolverlo.
El otro punto a resaltar es el Ejército. El país tiene casi veinte años creyendo que la militarización de la seguridad era la cura contra la delincuencia. Tímidamente, desde el gobierno de Ernesto Zedillo, se trató de vender la idea de que los militares tendrían capacidad de prevención; cuando en realidad, su papel ha sido más de reacción y choque contra determinados grupos y sectores de las mafias en el país. Con Felipe Calderón, pareció que tan pronto el Ejército participó en el combate a la delincuencia, las violaciones contra los Derechos Humanos de la población civil se volvieron consubstanciales a su actuar. Peña Nieto no tiene más opciones que seguir usando al Ejército; teniendo como el precio el mismo que los sexenios que le precedieron: casi de inmediato se presentan violaciones a derechos de civiles. Y se cuestiona fuertemente la viabilidad de emplear una organización que aún no cuenta con el andamiaje institucional adecuado para enfrentar delitos.
Mucho me temo que la estrategia del gobierno es legitimar la presencia militar y el virtual uso de la fuerza, no la aplicación de las normas punitivas. No sabemos de detenciones, ejecuciones de órdenes de aprehensión o inicios de procesos penales; y mientras ello no ocurra, la aplicación de la norma como debe ser, simplemente es inexistente. Si el gobierno opta por “convocar” a la pacificación de la zona sin aplicar lo que manda la ley, se recorrería un sendero peligroso: el de considerar “combatientes” a quienes en términos jurídicos son “delincuentes”. Sería atribuirles derechos en Tratados Internacionales y reconocer tácitamente que el gobierno trata el asunto como un tema de conflicto armado y no delincuencia, además de facilitar el camino para que el conflicto se extienda.
Como lo demuestra Michoacán, el punto de quiebre ha llegado para el gobierno actual. Tiene dos alternativas: continuar con la simulación de que aplica el marco legal, o romper con la insana práctica de subordinar el Derecho a la política. Sólo apaciguar las cosas y manejar el discurso público en medios de comunicación ya no es suficiente.
*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, la postura institucional de la UVM.
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